JAIME BAYLY: MUJER TRISTE.

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La mujer paga en efectivo, mete las bolsas en el carrito metálico, se despide secamente de la cajera (los desbordes de afecto no se le dan naturalmente con los extraños) y sale del supermercado empujando el carrito. No ha sido una tarde cualquiera de compras. Se ha sentido mirada por varios hombres y un adolescente que al parecer se alborotó al verla y comentó con su padre algo que a ella, lejos de incomodarla, la halagó. A ella le gusta que la miren, por eso se pone los pantalones tan ajustados, pero no está acostumbrada a que un adolescente la mire con tanta insistencia en un supermercado, eso le pareció raro y en eso sigue pensando cuando baja las escaleras y se dirige a la camioneta.

Llegando a la casa, carga las bolsas y las deja en la cocina. No le gusta ir al supermercado, pero no le queda más remedio que hacerlo, no tiene ayuda doméstica, su esposo es un haragán y estaba durmiendo cuando ella, obligada por las circunstancias, salió a comprar agua y comida. Ha comprado lo que compra normalmente, cada dos o tres días: varias botellas de agua, uvas verdes, jugos de frutas, plátanos, mermelada de higo, tostadas, queso manchego. Al sacar las cosas, encuentra, sorprendida, una bolsa de pan blanco, cortado en rebanadas cuadradas, que no recuerda haber comprado. De pronto recuerda ese momento frente a la cajera y lo ve con claridad: un hombre mayor, con aire fatigado, que parecía desdichado o por lo menos contrariado en aquel momento, pasó la bolsa de pan blanco por la faja negra, pagó por ella y, al llevarse otras cosas que había comprado, le dejó olvidada. Me he llevado por error el pan del viejito cansado, piensa la mujer, y luego se siente avergonzada y triste por haberse llevado sin querer algo que no es de ella y que había sido pagado por ese hombre mayor, de aire exhausto, ensimismado en sus rencores.

La mujer no lo duda: mete el pan en una bolsa, sale de la casa y regresa deprisa al supermercado. Cree que todavía está a tiempo de encontrar al hombre mayor. Quizás ha regresado y ha reclamado el pan que pagó y dejó olvidado y lo voy a encontrar y voy a darle su pan que me he robado sin querer, piensa. Se ilusiona pensando que ese hombre va a sentir que ella es noble, que devuelve lo que no es suyo, se ilusiona imaginando que él va a sonreír cuando le entregue la bolsa de pan. Pero entra al supermercado y lo busca, y va de caja en caja y él ya no está. Tampoco están los hombres que la habían mirado, ahora nadie la mira tal vez porque hay en ella un aire nervioso, atropellado, que disuelve la curiosidad o la mera observación de su belleza. Cuando estoy preocupada no soy bonita, piensa ella, cuando estoy apurada nadie me mira.

Dispuesta a devolver lo que no es suyo y recuperar en ese momento la dignidad que cree haber perdido por culpa de un pan que ha robado sin querer, la mujer le pregunta a la cajera si el hombre mayor, de aire fatigado, ha regresado a reclamar su bolsa de pan. La cajera la mira con extrañeza y una cierta perplejidad. Nadie ha reclamado ese pan, le dice. Pero es de un hombre que lo dejó olvidado, dice la mujer. Si quiere déjelo y yo se lo daré si él viene a buscarlo, dice la cajera, procurando ser amable y fallando en el intento. La mujer lo piensa, duda, piensa que el hombre no volverá y decide que no dejará el pan, que lo pagará. Eso le dice a la cajera, quien, todavía confundida, pasa el pan por la máquina que lee su precio y luego recibe dos billetes de un dólar. Sin saber por qué va tan deprisa, la mujer no espera el cambio de la cajera (unas pocas monedas) y sale con el pan. Está triste, contrariada. No ha cumplido su misión, no ha encontrado al hombre mayor. Piensa que en ese momento el hombre está en su casa, abriendo las bolsas, buscando el pan. Piensa que se va a sentir un inútil por haber perdido el pan que pensaba merendar seguramente con mantequilla y mermelada, o con queso y jamón. Piensa que va a repasar minuciosamente el recibo y verificar que pagó por un pan que ahora no está. Piensa que el hombre va a pensar con amargura que alguien le ha robado el pan, que la cajera se lo ha cobrado y lo ha escondido, tramposa. Piensa que ese hombre ahora estará furioso con el sistema, con la vida, con los estragos viciosos y humillantes a los que el paso del tiempo lo ha sometido sin piedad, llegar a esto, no ser capaz de comprar una bolsa de pan, pagar por ella y dejar que alguien se la robe, a esto hemos llegado. La mujer se imagina a ese hombre solo, solitario, desolado, abandonado por su familia, echado a su suerte, sin nadie que lo busque ni le dé afecto, un hombre solo al que se le humedecen los ojos pensando en la bolsa de pan que le han robado, un hombre que ahora debería estar tostando el pan y untándolo con mantequilla y sin embargo se encuentra rumiando un callado rencor contra sí mismo, al tiempo que, con saña, sin compasión, se dice que debe irse a vivir a un asilo porque ya está mal de la cabeza y no está más en condiciones de salir a comprar la comida. Es el final, piensa el hombre mayor, buscando desesperadamente el pan que no está, mañana mismo voy al asilo y se acaba esta vida tan triste y solitaria, piensa, o eso piensa la mujer que piensa el hombre, eso es lo que, culposa, abatida, ella imagina que hace el hombre al que, sin querer, le ha robado la bolsa de pan.

Como hace siempre cuando está nerviosa y sintiéndose infeliz, la mujer, ya de regreso en la cocina de su casa, decide comer. Come uvas verdes, come un plátano, come gelatina roja, come un pedazo de queso manchego con mermelada de higo. Luego se desespera, maldice su suerte, abre la bolsa de pan y mete dos lonjas a la tostadora. Espera. Siente el olor a quemado. Se sobresalta cuando saltan las tostadas. Las retira delicadamente para no quemarse los dedos. Muerde la tostada sola, sin queso ni mermelada. Mastica. No consigue tragar esa bola de masa. La escupe en la basura. Llora en silencio, con rabia, como si quisiera ser otra persona o estar en otra ciudad, no ser ella, no ser la ladrona de una bolsa de pan. Qué te pasa, le pregunta su esposo, que ha entrado en la cocina. Nada, dice ella, no pasa nada. Qué rico huele, dice él, y mira la tostada con intención de comérsela, pero ella le dice, tajante: No puedes comerte este pan, por favor no lo toques. Debes de haber dormido mal, reniega él, y se aleja, sin entender nada, pero aceptando con resignación que su mujer es una persona extravagante y de humores inciertos.

La mujer sale a caminar. Está triste, contrariada. Lamenta su suerte. Quisiera ser otra. Comprende que no se siente así, tan desgraciada, solo por la pequeña historia del pan, sino también porque las miradas de esos hombres en el supermercado le han recordado que su esposo ya nunca la mira así. Debo irme, piensa, debo alejarme de él. Camina a paso rápido sabiendo que no se irá, que se rendirá, que se acostumbrará a vivir con ese hombre que ya nunca la mira como la miran otros hombres en el supermercado.